Vuelve a pedirme que le empuje. Callado, en el quicio de la
puerta, con la mirada fija en un punto imaginario equidistante de ambos, sé a lo
que viene. Como un animal extraviado busca el calor de mi pecho. Yo no le
acuno, ni le consuelo, a veces ni siquiera le hablo. Tan solo le devuelvo con
firmeza la mirada, apenas unos minutos.
Al salir a la calle él
ha recuperado toda su fuerza, el entusiasmo que le permitirá apretar el
gatillo, manipular los explosivos, accionar la bomba, ser una día más el fiero
combatiente que su madre le enseñó.
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