La primera vez que decidió taponarse los oídos fue en clase
de filosofía. Era insufrible escuchar cómo la monjita destrozaba a David Hume,
ese inglés gordiflón que “negaba la existencia del mundo, mientras se
atiborraba de pescado con patatas”.
Lo hizo con disimulo, apretando el conducto auditivo con los
dedos, mientras fingía una extrema concentración. Y allí supo que esa decisión
traería cola en su vida. Nada como taponarse los oídos cuando el mundo y ella
no coincidían. Y por la alcantarilla de su oído se fue la historia entera de la
filosofía, las observaciones impertinentes, las arcadas de su madre, el llanto
del nieto del vecino, todos los berridos, ronquidos y bramidos de su padre.
Y esa experiencia de vaciado interior le agradó tanto, que
acabó cerrando a cal y canto sus oídos, no sólo a las estridencias del entorno,
sino incluso a sus eufonías. No necesitaba taponar el conducto auditivo, bastaba
con alcanzar cierto ensimismamiento para que se apagaran todos los sonidos del
mundo, el crepitar de la leña en el fuego, la lluvia cayendo sobre el tejado,
las olas rompientes sobre la arena.
Y todo fue bien hasta
que comenzó la pesadilla acústica: insistentes llamadas, tonos, notificaciones,
alarmas, el baile de sonidos de su smartphone. El mundo entero estaba callado, pero
era imposible silenciar a su móvil. Con rabia decidida destrozó sin piedad el
teléfono arrojando los restos a la basura, pero el móvil seguía sonando. Sonaba
insistentemente, día y noche el teléfono lanzaba al aire sus aullidos. ¿Al
aire? No puede emitir señales al aire un emisor inexistente.
Soy un ciborg, pensó, y este pensamiento le tranquilizó.
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