¡Cómo han cambiado los gustos en la mesa! Aquellos viejos bodegones
carnívoros de pichones, ánades, cabritos y lechones nos hacen sonreír y no
despiertan nuestros sofisticados apetitos. Hoy no es posible concebir un
almuerzo o una cena exquisita que no incluya algún guiso de “eñes”.
Asadas, cocidas, horneadas, a la brasa, solas o acompañadas, la
“ñ” nos transporta a los sabores primitivos de la infancia. Todavía no sabíamos hablar, pero ya
degustábamos los aromas culinarios de la “a”, de la “e”, de la “i”, de la “o” y
de la “u”.
Es verdad que las
primeras sopas de letras no incluían las “eñes”, alimento que requiere un
aprendizaje, un tempo lento, que nada tiene que ver con la nutrición, sino con
el sabor- sabor de la infancia.
Como el buen vino, la “ñ” hay que verla, olerla y degustarla.
Nuestras “eñes” entran por los ojos por su atrevimiento y singularidad, llaman
al olfato con suavidad fingida y cuando aterrizan en la boca ya no es posible
olvidarlas. Sus cualidades gustativas explotan en la parte posterior de la
lengua; imposible desconocer entonces el amargo sabor de la “ñ”, áspero a
veces, pero lleno de verdad y fuerza como las postrimerías. Los paladares poco
avezados pueden frenar el amargor de la “ñ”, combinándolo con otros alimentos
también amargos, como el brócoli, las acelgas o el chocolate. Que no nos asuste
la acritud de la “ñ”, coño, dejémonos de ñoñeces y probemos los guisos con “ñ”,
vale la pena el esfuerzo.
Y hay que trascender fronteras. ¿Para cuándo la comercialización
internacional de la cocina de la “ñ”, tan nuestra como el jamón ibérico, la
tortilla de patatas o la paella?
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