Desde pequeña he padecido intolerancia a determinados
alimentos; las pruebas médicas detectaron la mayoría. Costó trabajo, sin
embargo, averiguar mi intolerancia alimentaria a los signos de exclamación. Mis
primeros recuerdos van unidos a la degustación de los “¡oh!”, los “¡pam pam!” y
los “¡guau!”. A cualquier hora o situación estaba dispuesta a devorarlos. Mi
madre no le quedó otra que resignarse y acabó por tolerar mis apetencias, hasta
que comenzaron a interferir en las comidas principales. -Los “¡oh!”,
los “¡pam pam!” y los “¡guau!”, como las chucherías, después de comer -me decía
siempre.
Imposible frenar mi hambre de onomatopeyas, esos chutes
interjectivos eran más fuertes que yo, más deseados que las piruletas y
chocolatinas. Imposible olvidar las subidas y bajadas de una exclamación por
todo el cuerpo. Hasta que,
desgraciadamente, mi estómago, mi hígado o me cerebro se rebelaron y llegó el
reflujo ácido, las erupciones, el letargo, la migraña…siempre tras paladear una
interjección continuada.
Y ahora cualquier “¡ay!” o el más leve ¡“ja, ja”! compiten
con el glutamato monosódico en provocar la rebelión de mi cuerpo.
¡Qué triste, qué sosa puede llegar a ser una
dieta tan pobre en sorpresas! ¡Qué desgracia, verme obligada a reducir las
interjecciones al mero acto de pronunciarlas o escribirlas!
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