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viernes, 2 de febrero de 2018

Caprichos alimentarios

Desde pequeña he padecido intolerancia a determinados alimentos; las pruebas médicas detectaron la mayoría. Costó trabajo, sin embargo, averiguar mi intolerancia alimentaria a los signos de exclamación. Mis primeros recuerdos van unidos a la degustación de los “¡oh!”, los “¡pam pam!” y los “¡guau!”. A cualquier hora o situación estaba dispuesta a devorarlos. Mi madre no le quedó otra que resignarse y acabó por tolerar mis apetencias, hasta que comenzaron a interferir en las comidas principales.   -Los “¡oh!”, los “¡pam pam!” y los “¡guau!”, como las chucherías, después de comer -me decía siempre.
Imposible frenar mi hambre de onomatopeyas, esos chutes interjectivos eran más fuertes que yo, más deseados que las piruletas y chocolatinas. Imposible olvidar las subidas y bajadas de una exclamación por todo el cuerpo.  Hasta que, desgraciadamente, mi estómago, mi hígado o me cerebro se rebelaron y llegó el reflujo ácido, las erupciones, el letargo, la migraña…siempre tras paladear una interjección continuada.
Y ahora cualquier “¡ay!” o el más leve ¡“ja, ja”! compiten con el glutamato monosódico en provocar la rebelión de mi cuerpo.

¡Qué triste, qué sosa puede llegar a ser una dieta tan pobre en sorpresas! ¡Qué desgracia, verme obligada a reducir las interjecciones al mero acto de pronunciarlas o escribirlas!

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