El mendigo solía dormir en un rincón velado de los jardines en
compañía de cartones de vino y cigarrillos. Cuando el calor o el frío mañanero le
despertaban, trajinaba por las calles removiendo contenedores. Un día no se levantó
de su banco en el parque; al amanecer entre la neblina del alcohol había
barruntado que debía esperar en su rincón a la suerte. En perfecta quietud e
inmovilidad, mimetizado con las formas y colores del jardín, el mendigo se hizo
invisible. Ahora las palomas picoteaban en su cuello y los muchachos se
sentaban en su espalda. El aire desgastó sus harapos, el agua circulaba de
arriba abajo por todo el cuerpo y se colaba en los boquetes de su piel. Y así
fueron transcurriendo los años, hasta que el tiempo y las disposiciones de la
química lo transformaron en piedra.
Y ya petrificado del todo tuvo la fortuna de ser escogido
por el escultor para moldear la imagen de un hijo ilustre de la ciudad, en el
centro mismo del parque.
La suerte llega a quien sabe esperar.
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