Somos una verdadera
familia. Nos levantamos
al unísono, vamos juntos a la ducha, desayunamos y nos ponemos al día en
nuestra propia intranet. Queremos saber el
tiempo que hará en Madrid, Osaka, Shangái o
cualquier otro lugar del planeta. Mi madre trabaja como colista en Osaka, un
curro a tiempo parcial, bien remunerado, con la opción de volver a casa para la
cena. Mi hermano Víctor, un auténtico crack, ha sido reclutado por Google para
mapear en bici los lugares inaccesibles del planeta. La pequeña Carolina es
testeadora de colchones de lujo en Madrid y vuelve a casa todos los días con
unos terribles dolores de espalda, que le impiden descansar. Y mi padre ha
conseguido un trabajo secreto como descontaminador radioactivo, que le obliga a
viajar sin descanso por todo el mundo. No nos preocupa, también suele cenar en
casa casi a diario.
Siempre conectados,
atentos a las necesidades de los otros, nuestros corazones y nuestros cerebros
se retroalimentan entre sí. Pero nada es perfecto, ahora Carolina proyecta desconectarse
de todos nosotros. Mi madre piensa que debe estar enamorada, padre se teme una
mutación de efectos retardados, yo me limito a recomendarle un cambio de
trabajo. Y ella llora y gimotea diciendo que no quiere ser un robot. En realidad
todos sabemos que nunca podrá desenchufarse. Los técnicos de Silicon Valley lo
impedirían.
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